martes, 11 de diciembre de 2007






Ah, la llegada de las fiestas, el fin de curso, el dolor de panza hasta saber s había pasado o no de grado,el acto escolar deshidratante.
Como ya dije, las mujeres de la casa - y no hablo de la Edad Media - enloquecían con la limpieza. Yo no encontraba en dónde esconderme, ¡si hasta me lavaban mis juguetes!.
Gracias a Dios existía la revista Anteojito y me encerraba en el comedor tan fresquito, a elaborar las artesanías que proponía el niño de los anteojos enormes. Por esa época - década del 60 - las manualidades eran modestas. No existía Utilísima, pero sí Buenas Tardes Mucho Gusto. Sin embargo, los nenes no éramos aún un excelente recurso de marketing, así que , engrudo, cartulina y papel glasé.
Bueno...confieso que nunca fui una niña modelo, en nada pero nada; y mis artesanías hacían que las personas quedaran con tortícolis de tanto torcer el cogote preguntándose "¿qué será?".
Todo quedaba pegoteado, los papeles tapizaban la casa, la perra quedaba teñida con témpera, me retaban por el uso indiscriminado de arroz para las montañas de mis paisajes "y ahora qué le ponemos a los tomates rellenos". En el mercado de Primera Junta se elegían los pollos, la pavita, el ananá...y me buscaban por todos lados porque yo me mareaba con tanto olor a especias y a comida, cabezas de cerdo con manzanas en el hocico y pavos vivos ignorantes de su cruel destino.
Había que ir a Harrod´s o a Gath y Chaves a visitar a Papá Noel , lista en mano, ganas de hacer pis ("pero si ya fuiste"), miles de chicos en la cola y cuando llegaba, me daba tanta pena el pobre viejito, que le pedía poco, cualquier cosa livianita. Me encantaban las escaleras mecánicas, los ascensores jaula, el ascensorista que anunciaba qué se vendía en cada piso, y la loca animación de la calle Florida, el tranvía de regreso y las mujeres cargadas de paquetes y de chismes.
En casa, se armaba el arbolito y se le ponían velitas de verdad, pequeñas y torneadas, que me espantaban imaginando un incendio pavoroso que, gracias a Dios y a los ángeles, nunca se produjo. Mi madre , guitarra en mano, entonaba villancicos y yo, bueno, digamos que acompañaba con la caja chayera, en fin, ya sabemos que no era muy dotada para el arte;la abuela entonaba arias de óperas en italiano y en francés y mi papá, llegado del campo, comenzaba asintiendo con una sonrisa que se le iba desdibujando, cabeceaba, cerraba los ojos y concluía siguiendo el ritmo con sus sonoros y gruesos ronquidos. A pesar de todo, el espíritu navideño se quedaba en casa. Milagro, milagro.

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